jueves, 12 de noviembre de 2020

AHÍ VIENE EL GATO LOCO...

SERENATA EN NOCHE DE LUNA

1965. Dir. Julián Soler.

 

    Alberto Montes de Oca y Martínez de la Rivera (Alberto Vázquez), hijo del agregado cultural de México en Israel, llega a una nueva universidad en México (a todas luces la UNAM sin darle crédito), acompañado por su chofer Hugo (Guillermo Rivas), porque el trabajo de su padre le ha hecho mudarse una y otra vez sin poder terminar una carrera. Es un hombre multifacético que destaca en deporte (decathlón, esgrima) y en sus clases. Por tal motivo causa disgusto entre una palomilla de estudiantes comandados por Raúl (Alfonso Mejía) a los cuales siempre reta y gana. Alberto se enamora de Silvia (Tere Velázquez, hermana de Raúl, aunque no deja de coquetear con otras damas, como sucede con una secretaria llamada Julia (Adriana Roel), así como con las amigas de Silvia para provocar sus celos ya que la chica se muestra, en apariencia, indiferente al muchacho. Lo mismo sucede con Raúl quien no acepta a Alberto a pesar de sus esfuerzos por ser parte de su grupo. Raúl entra en malos pasos por una vedette rubia y famosa, Laura (Gina Romand) que lo trae enloquecido y le hace fallar en sus estudios. Para ayudarlo, debido a una petición de Silvia, Alberto empieza a coquetear con Laura para alejarla de Raúl. Sin embargo, Silvia se enoja por el mismo motivo. Todo se complicará cuando Raúl quiera robar el temario del examen final de derecho y sea sorprendido, pero no identificado por su maestro (Antonio Bravo). Raúl se topa con Alberto y el maestro los encuentra. Al exigir el nombre del culpable, Alberto se echa la culpa. De esta manera, las actitudes de Raúl y Silvia cambiarán hacia Alberto.

Alberto Vázquez y Tere Velázquez

    Un argumento tan simple y sin graves conflictos era mero pretexto para el lucimiento del entonces popularísimo cantante Alberto Vázquez quien había demostrado cierta solvencia como actor (dentro de lo convencional, claro). Todo resulta nimio, sin mayores consecuencias ni trascendencia. Los personajes son estereotipados pero lo más destacable es que se continúa la tradición de mostrar a una juventud inventada por el cine nacional, e interpretada por actores cuyas edades ya se encontraban más allá de la segunda década. En este caso, Alberto es un estudiante idealizado (no en vano, Tere Velázquez le apoda “Superman”), quien tanto brilla en la academia como en los esfuerzos físicos. Bien viajado, conocedor de idiomas y estudiante de las Universidades de Cambridge o Salamanca, entre otras, viene a mostrar una imagen que quisiera ser modélica para los espectadores de la película. Sin embargo, queda en la intención, en la mera mención de hechos sin demostrar nada (es muy fácil expresar deseos: el problema es tener la posibilidad, capacidad o voluntad para tornarlos realidad). Hay un ánimo de esperanza porque los jóvenes universitarios se están preparando para las próximas Olimpiadas que serían en México 68. Esto no es un juego ni un pasatiempo, está de por medio el prestigio de nuestro país y debemos responsabilizarnos... es lo que les indica el entrenador a la palomilla de Raúl.

 Alfonso Mejía

    Dentro del mundo ficticio juvenil que imponía el cine nacional, los problemas de debatían entre la moralidad (la deshonra de robar un examen; la búsqueda de una pareja inapropiada), el romance (había que encontrar a la pareja ideal) y la promesa de un futuro que será laborioso y redituable. Así lo demostró la etapa de los ídolos juveniles (César Costa, Enrique Guzmán, Angélica María y el mencionado Alberto, sobre todo) que siguieron una carrera paralela en el cine e intervinieron en temáticas de crueldad violenta, acechanzas de vedettes sensuales o galanes abusivos, problemas económicos, pero siempre con esperanza y mensajes de redención. Más cercanos a las idealizaciones de Bustillo Oro (Mil estudiantes y una muchacha, 1941) o de Roberto Rodríguez (Una calle entre tú y yo) que a la etapa Díaz Morales de pecado, droga y sensualidad en la segunda mitad de los años cincuenta (Juventud desenfrenada; Mundo, demonio y carne; Estos años violentos, entre otras), sin acercarse a las posibilidades de las aproximaciones más realistas, aunque menos contundentes de Alejandro Galindo (La edad de la tentación, 1958) o Luis Alcoriza (Los jóvenes, 1960) que pudieron haberle dado otros matices al género (aunque la tendencia fue mundial: los cantantes se tornaron ídolos de la pantalla en Argentina, España, Inglaterra, etc., en asuntos ligerísimos, con la gran excepción de Los Beatles, claro). Fueron los primeros, felices años sesenta. (Por supuesto, jamás podrá tomarse en cuenta a la gran excepción de Los olvidados de Luis Buñuel).

 Gina Romand

    Sin embargo, todas estas cintas son cálidas, acogedoras, por muchos o pocos de sus elementos. Por supuesto que las canciones: en esta película, Alberto canta “Uno para todas” o “Yo sin ti”; Tere Velázquez canta (algo que no hará en otras cintas) “Ya no te extraño” pero sigue en su rol de chica mimada y caprichosa; Aparece el grupo de Los Hooligans, ya en su segunda etapa, con Johnny Ortega como vocalista, e interpretan  “El gato loco”, además de ser estudiantes compañeros de Alberto (lo mismo que Polo Salazar y Guillermo Herrera). Gina Romand interpreta dos composiciones poco explotadas de Armando Manzanero, bastante rítmicas: “Así, así” como bossa nova y “No estás aquí”, en tiempo de jazz que anuncian el genio del compositor yucateco pero también muestran unas horrorosas coreografías que ejecuta la vedette. Aparece Alfonso Mejía, uno de los grandes lanzamientos de la mencionada cinta buñueliana, quien compensaba en personalidad y gran atractivo físico lo que carecía de talento histriónico. Una rarísima curiosidad es la “presentación”, que fue debut y despedida, de Miss México 1965, Janine Acosta, quien era hija en la vida real de Rodolfo Acosta (que se tornó centenario este año), el inolvidable villano de Salón México (Emilio Fernández, 1948), pero quien aparece como amiga de Tere Velázquez, sin pena ni gloria, perdida entre el montón de ignotas y desconocidos extras.

Janine Acosta, en medio, entre Guillermo Herrera, a la izquierda, y Polo Salazar, a la derecha. En el extremo izquierdo está Humberto Cisneros y arriba de ella, Johnny Ortega, ambos integrantes de Los Hooligans.

 Los Hooligans

    Ante la trivialidad argumental (original del prolífico guionista, adaptador Fernando Galiana, con más de 180 películas en su haber, quien nos daría otras tramas mucho mejores) están los recuerdos de otros tiempos, las presencias fabulosas, las canciones que emocionan. La película terminaba, aparentemente, cuando los estudiantes levantaban en sus hombros a la pareja estelar y la sacaban de los campos deportivos de la UNAM. Tal vez por la corta duración (difícilmente llega a los 80 minutos), se nota un añadido “sorpresa”, otro final, un giro inesperado, en una secuencia que involucra al joven cantante y su chofer, que le otorga un total sinsentido y niega muchas cosas que nos ha propuesto el argumento. Uno se ríe ante el absurdo, pero se da cuenta de que al público no le importaba: era ir a la sala oscura para disfrutar de canciones e ídolos en situaciones distintas a lo que ocurría en la realidad. Era la extensión ensoñada de la radio o de la televisión, o de los acetatos de 45 rpm, lo que no nos ofrecían esos medios. El goce de escuchar por enésima vez, en otros terrenos, lo que era divertida poesía… ahí viene el gato loco, le patina el coco…

 El director Julián Soler (1907 - 1977)

 

 


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