domingo, 4 de noviembre de 2018

CUATRO VECES QUINCEAÑERA


QUINCEAÑERA
1958. Dir. Alfredo B. Crevenna.



            En el sexenio de Ruiz Cortines (1952 – 1958) sucedió un hecho que se esperaba: el agotamiento del cine de rumberas. El melodrama sufrió un giro que se centraría, con mayor insistencia, en la familia con sus tribulaciones, más aún cuando en el verano de 1956 llegó Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) a las pantallas nacionales, que daría lugar a un cambio en la actitud y mentalidad de la juventud, o sea de los hijos de esas familias. Hasta ese momento, los jóvenes del cine mexicano se mostraban como seres recién salidos de la niñez, inofensivos, con sus pasiones normales, como los “mamboleros”  o rivales amorosos de Una calle entre tú y yo (Roberto Rodríguez, 1952), [salvo la honrosa excepción y cruel realidad que se atrevió a presentar Buñuel en Los olvidados, aunque dentro de la clase social baja, y en el sexenio previo]. Como extremo estaban los que llegaban, en algunos casos, a la relación sexual fuera de matrimonio (Y mañana serán mujeres, Galindo, 1954) o los usuales delincuentes debido a las malas compañías (Padre nuestro, Gómez Muriel, 1953).


            La rebeldía llegada del extranjero propició que empezara a proliferar el cine juvenil, con mensaje moralista, al estilo de Juventud desenfrenada (Díaz Morales, 1956), Las cosas prohibidas (Díaz Morales, 1958) o La edad de la tentación (Galindo, 1958), entre otras. Y dentro de este subgénero, debían estar los melodramas familiares donde los padres eran culpables de dicha rebeldía al no atender a sus hijos. Ya fuera por la riqueza que daba lugar a infidelidades o actividades sociales, por fanatismos religiosos o drásticas prohibiciones, por la falta de diálogo sobre todo en cuestiones sexuales. Y sería por la identificación o la fantasía, pero estas películas tuvieron mucho éxito y seguirían filmándose hasta los primeros años sesenta cuando ocurriría otra división exitosa del género al iniciarse las cintas con ídolos de la canción juvenil transformados en estrellas de cine.


            El rechazo crítico al cine nacional había sido general desde los primeros años del cine sonoro. Fue al iniciar la década de los sesenta, cuando se conformó un grupo de jóvenes intelectuales que alimentaban su pensamiento y conocimiento gracias a la lectura de publicaciones francesas, británicas o norteamericanas, o debían su bagaje crítico a las experiencias en el extranjero, las quejas contra lo que se consideraba el estancamiento del cine mexicano se volvió extremo. El acercamiento al cine europeo que se había transformado y deslumbraba a todo espectador que podía disfrutarlo, ya fuera por la Nueva Ola Francesa, los realizadores italianos, los jóvenes rebeldes británicos, aparte de los nuevos directores surgidos de la televisión norteamericana para pasar al cine de Hollywood, era motivo suficiente para que se pidiera un cine nacional más universal, cercano a la realidad, menos “moralista”.


            La creación de la revista Nuevo Cine en abril de 1961, permitió que esos jóvenes intelectuales tuvieran un medio para expresar sus inquietudes y buscar desde esa tribuna el entendimiento de productores y autoridades para lograr un cambio. Uno de los artículos en el primer número de dicha revista fue Moral sexual y moraleja en el cine mexicano, por Salvador Elizondo, quien se volvería escritor de fama y prestigio en las letras mexicanas, el cual, además, paradójicamente era hijo del productor del cual había heredado el nombre, creador de muchas cintas que formaban parte de esa industria que motivaba sus inconformidades.


            En su artículo menciona lo siguiente: El cine mexicano, salvo algunas bellas excepciones, ha sido desde sus orígenes, y con un irritante recrudecimiento en los últimos años, un cine de moraleja, y lo que es peor, un cine de moraleja condenatoria. […] Cuando la moral condena está generalizando, está haciendo moraleja, es, en ese momento, inefectiva. Posteriormente categoriza al cine nacional en películas de prostitución profesional, de prostitución conyugal, con contenido erótico y, en caso muy particular, el cine de Luis Buñuel. Lo que Elizondo considera el cine de prostitución conyugal lo define como películas que pretenden salvaguardar los “valores” del matrimonio convencional y que han encontrado una amplia acogida entre la clase media, que se siente plenamente identificada con sus personajes ficticios. Elizondo iba contra toda una tradición de la sociedad mexicana. Las películas eran taquilleras: Los hijos del divorcio (De la Serna, 1957) o Mis padres se divorcian (Soler, 1957), por mencionar unas cuantas.



            Más adelante, Elizondo prosigue mencionando a la película Quinceañera (Alfredo B. Crevenna, 1958) como “museo de los horrores donde se trata uno de los momentos más abominables en la vida de las mujeres mexicanas: el baile de quince años”. Esta película se había estrenado en el verano de 1960 causando sensación y tornándose en uno de los grandes éxitos taquilleros de ese año, a nivel nacional. Le habían antecedido dos cintas de Emilio Gómez Muriel ¿Con quién andan nuestras hijas? (1955) y El caso de una adolescente (1957) entre otros melodramas (que son los que menciona Elizondo en su escrito), donde se trataban otros temas de muchachas jóvenes atrapadas por sus pasiones pero que eran salvadas a tiempo, de un negro destino, por su familia.


            Pues Quinceañera cumplió el mes pasado sesenta años de haber sido filmada y sigue siendo exhibida para beneplácito de viejos espectadores y descubrimiento de quienes, jóvenes, gustan del cine mexicano. El argumento de Jorge Durán Chávez y Edmundo Báez volvió a tener otra vida en 1987 al ser adaptada para la época, y con cambios, para telenovela, también exitosísima, lanzando al estrellato a la cantante Thalía y consolidando a Adela Noriega, pero esa es otra historia. Centrémonos en la película.


            ¿A qué se debió el gran éxito de la película? No olvidemos el contexto en que fue filmada. Todavía se consideraba la tradición familiar por excelencia: era la “debutante en sociedad” para las clases altas: cuando sus hijas ya habían terminado la secundaria, ya estaban listas para iniciar un noviazgo con algún joven que era buen “partido” por apellido o riquezas, o continuar sus estudios. En el caso de la clase media o baja, era la celebración de que la niña ahora era “señorita” y entraba a otra fase de vida porque ya podría casarse y tener hijos, o como alternativa los estudios en institutos comerciales, y las más ambiciosas, una carrera universitaria. Er una tradición que venía desde los antiguos indígenas y que se realizaba en la mayoría de América Latina. Las cosas no han cambiado, si acaso es la forma en que se realiza, menos conservadora y más como fiesta juvenil, tomando en cuenta que el contexto y el mundo sí han evolucionado. Por lo tanto, lo narrado en Quinceañera era tema sensible para los espectadores del cine mexicano que, todavía en esos años, podía verse en salas importantes de estreno, con campañas publicitarias importantes: Genaro Saúl Reyes me regaló una copia de la “invitación” que se entregaba al posible público para asistir a los "quince años" de la exhibición.


            Quinceañera inicia con la graduación de la secundaria de tres amigas que van a dejar el colegio donde estuvieron internadas: cada una perteneciente a distinta clase social: Beatriz (Martha Mijares) es de familia acaudalada, muy seria, formal, admiradora de su padre; Leonor (Tere Velázquez) es clase media, coqueta, a la moda dentro de sus posibilidades; María Antonia (Maricruz Olivier) es pobre e inteligente por lo que pudo estudiar en ese colegio gracias a una beca, sin embargo es consciente de su situación de vida. Casualmente, las tres han nacido en la misma fecha y ya se acercan sus quince años. Como todas las muchachas que llegan a la edad de las ilusiones, sueñan con su baile. Leonor invita a todas las compañeras a la capilla del colegio donde se celebrará la misa de acción de gracias de las tres.


            Beatriz extraña la presencia de su padre que se encuentra, según su madre, en viaje de negocios. Más adelante nos enteraremos de que en realidad están separados y en proceso de divorcio porque el hombre está infatuado con una rubia. La madre no quiere que Beatriz lo sepa sino hasta después de la fiesta para no arruinarle el momento a su hija. Leonor tiene una madre con ínfulas sociales que siempre está haciendo referencia de su familia aristocrática de San Luis Potosí y fuerza a su marido, cajero de banco, a conseguir el dinero para pagar salón caro, música, banquete, vestido. María Antonia, a la cual no le gusta que le sigan llamando Toña, sueña con la celebración aunque está consciente de que su familia no puede costearla, aunque sus padres están dispuestos al sacrificio. En los tres casos son hijas únicas por lo que la relevancia de festejar los quince años es medular y prioritaria.

            Cada una de las muchachas tiene su interés romántico: a Beatriz la corteja Federico, abogado y empleado en la oficina de su padre, por lo que cumple los requisitos sociales: atractivo, de posición. Leonor tiene como pretendiente a Pancho, estudiante de ingeniería eléctrica que trabaja en un taller pero quien es rechazado por la madre (“lo importante en la mujer es casarse bien”) ya que lo considera un “mequetrefe pobretón”. A María Antonia le gusta Sergio, primo de Beatriz, quien también la busca, pero provoca desconfianza y malestar en la muchacha, a pesar de que el estudiante de medicina tiene buenas intenciones hacia la inteligente compañera de su prima.


            Debe intervenir el factor melodramático del destino que se interpone en la felicidad de las muchachas: el caso más extremo es el de la pobre María Antonia ya que el dinero conseguido por horas extras de trabajo del padre, el remiendo de ropa ajena por la madre, además del empeño de algunas prendas, se lo roban a hija y madre mientras ven aparadores para la compra del ajuar de la quinceañera. Por su lado, el padre de Leonor roba los cinco mil pesos faltantes para el pago del salón ante la negativa del banco para anticiparle su gratificación anual y la policía llega a detenerlo luego de la misa de su hija. Beatriz se entera del engaño de sus padres, se encierra en su cuarto y hasta decide tirarse por una ventana, algo que no ocurre porque en ese momento su padre ha vuelto, al comprender que su amante simplemente estaba interesada en su dinero.

            Finalmente, las tres chicas tienen su fiesta: Beatriz con su padre vuelto al hogar. Leonor con sus padres porque Pancho pagó, con sus ahorros, el dinero robado que le dio la libertad al ladrón por necesidad. María Antonia recibe el regalo de sus vecinos y amigos al llegar a su casa y encontrar un festejo donde hay comida, marimba, el vestido que le ha regalado Beatriz, así como Sergio quien arriba para bailar con ella. Las últimas secuencias son de las tres bailando el vals Emperador de Strauss, tradicional para estas fiestas, en su tiempo (y que según se cuenta, fue introducido en los tiempos de Maximiliano y Carlota).

            Luego de esta larga descripción argumental, uno puede notar los elementos sentimentales de la trama, propios de folletín, de radionovela, que encuentran eco en el espectador. El chantaje emocional se antepone desde el momento en que nos enteramos de las tribulaciones que esperan a las protagonistas, aunque ellas no las conozcan todavía. Un guion bien elaborado a partir de un plan argumental que consideró todas las variables necesarias para hipnotizar a su público, no especializado, no fanático, no discriminador: simplemente el que deseaba verse transportado a una realidad ficticia que, sin embargo, estaba cercana a la suya propia: una tradición, la falta de dinero, los ricos inconsecuentes, la madre altanera, el joven admirable. La base del melodrama puro y original, alejado de ese “museo de los horrores” expresado como pose intelectual y rebelde.


            Hay un trío de secuencias oníricas donde las muchachas sueñan con la fiesta que tendrán: Beatriz es muy formal, bailando perfectamente con su padre para luego pasar a los brazos de Federico. Leonor, por su parte, coqueta al fin y al cabo, sueña que hay varios chambelanes para luego terminar con Pancho. María Antonia se imagina sola, con su vestido cotidiano, escuchando el vals: de pronto aparece Sergio, ella sonríe y por arte de magia porta el vestido de gala e inician el baile; en una vuelta de la danza, el joven desaparece y ella retorna a la soledad inicial con su vestido discreto.


            Algo que debe destacarse y admirarse son las frases intercaladas en los diálogos: la madre de María Antonia, ante la queja de la muchacha le expresa: Perdónanos por ser tan pobres, hija. La tía solterona de Leonor le confiesa a ésta cuando dice que ha cortado con su novio: Yo también como tú, tuve un Pancho, lo rechacé por consejo de ella, mi madre me cuidó de todo mal, pero de todo bien, también… María Antonia, decepcionada ante el robo a su madre, le dice a Sergio, su rico pretendiente: No hay nada bueno en la vida y hoy la vida me lo acaba de demostrar. Adriana, la amante del padre de Beatriz es clara con sus intenciones cuando comenta con una amiga: Para mujeres como tú y yo, el amor no existe, sólo el negocio y no hay mejor negocio que el matrimonio, acompañado del divorcio, naturalmente. La madre de Beatriz le responde al marido quien piensa cubrir su ausencia con regalos: Todo pretendes arreglarlo con tu dinero ¿no te das cuenta que precisamente es lo que nos ha separado?


            Al haber sido filmada en algunas locaciones, se tienen imágenes de un Distrito Federal menos congestionado, con la expansión natural que devino en el monstruo que ahora se padece. María Antonia vive en la Unidad Habitacional Santa Fe que en 1952 fue iniciada con la idea de tornarse en una ciudad aledaña al centro citadino, alentada por el IMSS. No se especifica dónde vive Beatriz pero puede pensarse que sea por el Pedregal o San Jerónimo, espacios residenciales por esos tiempos. Hay unas imágenes por donde camina Maricruz Olivier al salir de casa de Leonor que debe ser alguna de las colonias clasemedieras de entonces como la Narvarte, Del Valle o Nápoles. Luego está el Restaurante Chantilly, que debió estar por el centro. Al inicio, aparece el anuncio de Princeton Institute como el colegio donde estudiaron las muchachas. No se identifica el banco donde trabaja el padre de Leonor pero muestran las características de otros tiempos cuando no eran necesarias las grandes vidrieras de protección y todo se realizaba a través de gigantescas máquinas calculadoras. Igualmente, hay una secuencia filmada en el Lago de Chapultepec. Esto forma parte del valor documental de la película.


            Vista ahora a sesenta años de su filmación con la perspectiva del tiempo y con la variación del espacio en que se encontraba confinada la película, se nota que el interés no disminuye: la atracción sensiblera del melodrama permanece y se puede sufrir o reír con los personajes. Aunque la tradición del quince años persiste (y hasta da lugar a exposiciones espectaculares promoviendo ventas), ya no es tan rígida ni obligatoria como en otros años: se han permutado viajes o regalos en lugar de la realización de fiesta.


            Alfredo B. Crevenna, el director de Quinceañera, seguiría adelante con estos melodramas familiares, basándose en telenovelas o explotando las fórmulas exitosas. Por tal motivo, en 1959 filmaría Gutierritos, Chicas casaderas y Senda prohibida. Al año siguiente, la esplendorosa Teresa y Azahares rojos, película denostada por su actor estelar Francisco Rabal. En 1961, aunque situada en tiempos de hacendados feudales, el melodrama Sol en llamas. Volvería de lleno al género con otra joya que puede equipararse en intención de moralidad con la cinta que estamos tratando y que marcaría, por desgracia, su decadencia en cuanto al dominio técnico, limpio y cuidadoso de su narración fílmica: Los novios de mis hijas (1964).


El tema se trató en otras películas: José Estrada, al narrar las tribulaciones del mesero Hermodio (Héctor Suárez) en Para servir a usted (1970), lo mostraba dando un servicio en un quince años. El mismo realizador mostró otra fiesta de quinceañera en un edificio de departamentos en la extraordinaria La pachanga (1981) donde la alternaba con un velorio. Curiosamente, un año después de la filmación de Quinceañera se realizó la coproducción entre Cuba y México, Cuba baila (Julio García Espinosa, 1959), filmada un año después de Quinceañera donde una madre quería celebrar los quince años de su hija ante la imposibilidad económica de su marido, empleado público: fue la primera cinta luego de la revolución castrista que quiso criticar los anhelos de la pequeña burguesía, donde la madre no queda conforme a pesar de los sacrificios realizados. Esta trama recuerda a los hechos que ocurrían al personaje de Leonor en la película que he comentado. Ningún crítico chistó ni se molestó, quizás porque era una visión “revolucionaria”.