QUINCEAÑERA
1958. Dir. Alfredo B.
Crevenna.
En el sexenio de Ruiz Cortines (1952
– 1958) sucedió un hecho que se esperaba: el agotamiento del cine de rumberas. El
melodrama sufrió un giro que se centraría, con mayor insistencia, en la familia
con sus tribulaciones, más aún cuando en el verano de 1956 llegó Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) a
las pantallas nacionales, que daría lugar a un cambio en la actitud y
mentalidad de la juventud, o sea de los hijos de esas familias. Hasta ese
momento, los jóvenes del cine mexicano se mostraban como seres recién salidos
de la niñez, inofensivos, con sus pasiones normales, como los “mamboleros” o rivales amorosos de Una calle entre tú y yo (Roberto Rodríguez, 1952), [salvo la
honrosa excepción y cruel realidad que se atrevió a presentar Buñuel en Los olvidados, aunque dentro de la clase
social baja, y en el sexenio previo]. Como extremo estaban los que llegaban, en
algunos casos, a la relación sexual fuera de matrimonio (Y mañana serán mujeres, Galindo, 1954) o los usuales delincuentes debido
a las malas compañías (Padre nuestro,
Gómez Muriel, 1953).
La rebeldía llegada del extranjero
propició que empezara a proliferar el cine juvenil, con mensaje moralista, al
estilo de Juventud desenfrenada (Díaz
Morales, 1956), Las cosas prohibidas (Díaz Morales, 1958) o La edad de la tentación (Galindo, 1958),
entre otras. Y dentro de este subgénero, debían estar los melodramas familiares
donde los padres eran culpables de dicha rebeldía al no atender a sus hijos. Ya
fuera por la riqueza que daba lugar a infidelidades o actividades sociales, por
fanatismos religiosos o drásticas prohibiciones, por la falta de diálogo sobre
todo en cuestiones sexuales. Y sería por la identificación o la fantasía, pero
estas películas tuvieron mucho éxito y seguirían filmándose hasta los primeros
años sesenta cuando ocurriría otra división exitosa del género al iniciarse las
cintas con ídolos de la canción juvenil transformados en estrellas de cine.
El rechazo crítico al cine nacional había
sido general desde los primeros años del cine sonoro. Fue al iniciar la década
de los sesenta, cuando se conformó un grupo de jóvenes intelectuales que
alimentaban su pensamiento y conocimiento gracias a la lectura de publicaciones
francesas, británicas o norteamericanas, o debían su bagaje crítico a las
experiencias en el extranjero, las quejas contra lo que se consideraba el
estancamiento del cine mexicano se volvió extremo. El acercamiento al cine
europeo que se había transformado y deslumbraba a todo espectador que podía
disfrutarlo, ya fuera por la Nueva Ola Francesa, los realizadores italianos,
los jóvenes rebeldes británicos, aparte de los nuevos directores surgidos de la
televisión norteamericana para pasar al cine de Hollywood, era motivo
suficiente para que se pidiera un cine nacional más universal, cercano a la
realidad, menos “moralista”.
La creación de la revista Nuevo Cine en abril de 1961, permitió
que esos jóvenes intelectuales tuvieran un medio para expresar sus inquietudes
y buscar desde esa tribuna el entendimiento de productores y autoridades para
lograr un cambio. Uno de los artículos en el primer número de dicha revista fue
Moral sexual y moraleja en el cine
mexicano, por Salvador Elizondo, quien se volvería escritor de fama y prestigio
en las letras mexicanas, el cual, además, paradójicamente era hijo del
productor del cual había heredado el nombre, creador de muchas cintas que
formaban parte de esa industria que motivaba sus inconformidades.
En su artículo menciona lo
siguiente: El cine mexicano, salvo
algunas bellas excepciones, ha sido desde sus orígenes, y con un irritante
recrudecimiento en los últimos años, un cine de moraleja, y lo que es peor, un
cine de moraleja condenatoria. […] Cuando la moral condena está generalizando,
está haciendo moraleja, es, en ese momento, inefectiva. Posteriormente categoriza
al cine nacional en películas de prostitución profesional, de prostitución
conyugal, con contenido erótico y, en caso muy particular, el cine de Luis
Buñuel. Lo que Elizondo considera el cine de prostitución conyugal lo define
como películas que pretenden salvaguardar
los “valores” del matrimonio convencional y que han encontrado una amplia
acogida entre la clase media, que se siente plenamente identificada con sus
personajes ficticios. Elizondo iba contra toda una tradición de la sociedad
mexicana. Las películas eran taquilleras: Los
hijos del divorcio (De la Serna, 1957) o Mis padres se divorcian (Soler, 1957), por mencionar unas cuantas.
Más adelante, Elizondo prosigue
mencionando a la película Quinceañera
(Alfredo B. Crevenna, 1958) como “museo de los horrores donde se trata uno
de los momentos más abominables en la vida de las mujeres mexicanas: el baile
de quince años”. Esta película se había estrenado en el verano de 1960 causando
sensación y tornándose en uno de los grandes éxitos taquilleros de ese año, a
nivel nacional. Le habían antecedido dos cintas de Emilio Gómez Muriel ¿Con quién andan nuestras hijas? (1955) y
El caso de una adolescente (1957)
entre otros melodramas (que son los que menciona Elizondo en su escrito), donde
se trataban otros temas de muchachas jóvenes atrapadas por sus pasiones pero
que eran salvadas a tiempo, de un negro destino, por su familia.
Pues Quinceañera cumplió el mes pasado sesenta años de haber sido
filmada y sigue siendo exhibida para beneplácito de viejos espectadores y
descubrimiento de quienes, jóvenes, gustan del cine mexicano. El argumento de
Jorge Durán Chávez y Edmundo Báez volvió a tener otra vida en 1987 al ser adaptada para la época, y con cambios, para telenovela, también exitosísima, lanzando al estrellato a la cantante
Thalía y consolidando a Adela Noriega, pero esa es otra historia. Centrémonos
en la película.
¿A qué se debió el gran éxito de la
película? No olvidemos el contexto en que fue filmada. Todavía se consideraba
la tradición familiar por excelencia: era la “debutante en sociedad” para las
clases altas: cuando sus hijas ya habían terminado la secundaria, ya estaban listas
para iniciar un noviazgo con algún joven que era buen “partido” por apellido o
riquezas, o continuar sus estudios. En el caso de la clase media o baja, era la
celebración de que la niña ahora era “señorita” y entraba a otra fase de vida
porque ya podría casarse y tener hijos, o como alternativa los estudios en institutos
comerciales, y las más ambiciosas, una carrera universitaria. Er una tradición
que venía desde los antiguos indígenas y que se realizaba en la mayoría de
América Latina. Las cosas no han cambiado, si acaso es la forma en que se
realiza, menos conservadora y más como fiesta juvenil, tomando en cuenta que el
contexto y el mundo sí han evolucionado. Por lo tanto, lo narrado en Quinceañera era tema sensible para los
espectadores del cine mexicano que, todavía en esos años, podía verse en salas importantes
de estreno, con campañas publicitarias importantes: Genaro Saúl Reyes me regaló
una copia de la “invitación” que se entregaba al posible público para asistir a
los "quince años" de la exhibición.
Quinceañera
inicia con la graduación de la secundaria de tres amigas que van a dejar el
colegio donde estuvieron internadas: cada una perteneciente a distinta clase
social: Beatriz (Martha Mijares) es de familia acaudalada, muy seria, formal,
admiradora de su padre; Leonor (Tere Velázquez) es clase media, coqueta, a la
moda dentro de sus posibilidades; María Antonia (Maricruz Olivier) es pobre e
inteligente por lo que pudo estudiar en ese colegio gracias a una beca, sin
embargo es consciente de su situación de vida. Casualmente, las tres han nacido
en la misma fecha y ya se acercan sus quince años. Como todas las muchachas que
llegan a la edad de las ilusiones, sueñan con su baile. Leonor invita a todas
las compañeras a la capilla del colegio donde se celebrará la misa de acción de
gracias de las tres.
Beatriz extraña la presencia de su padre que se encuentra, según su madre, en viaje de negocios. Más adelante nos
enteraremos de que en realidad están separados y en proceso de divorcio porque
el hombre está infatuado con una rubia. La madre no quiere que Beatriz lo sepa sino
hasta después de la fiesta para no arruinarle el momento a su hija. Leonor
tiene una madre con ínfulas sociales que siempre está haciendo referencia de su
familia aristocrática de San Luis Potosí y fuerza a su marido, cajero de banco,
a conseguir el dinero para pagar salón caro, música, banquete, vestido. María
Antonia, a la cual no le gusta que le sigan llamando Toña, sueña con la celebración
aunque está consciente de que su familia no puede costearla, aunque sus padres
están dispuestos al sacrificio. En los tres casos son hijas únicas por lo que
la relevancia de festejar los quince años es medular y prioritaria.
Cada una de las muchachas tiene su
interés romántico: a Beatriz la corteja Federico, abogado y empleado en la
oficina de su padre, por lo que cumple los requisitos sociales: atractivo, de
posición. Leonor tiene como pretendiente a Pancho, estudiante de ingeniería eléctrica
que trabaja en un taller pero quien es rechazado por la madre (“lo importante
en la mujer es casarse bien”) ya que lo considera un “mequetrefe pobretón”. A María
Antonia le gusta Sergio, primo de Beatriz, quien también la busca, pero provoca
desconfianza y malestar en la muchacha, a pesar de que el estudiante de
medicina tiene buenas intenciones hacia la inteligente compañera de su prima.
Debe intervenir el factor melodramático
del destino que se interpone en la felicidad de las muchachas: el caso más
extremo es el de la pobre María Antonia ya que el dinero conseguido por horas
extras de trabajo del padre, el remiendo de ropa ajena por la madre, además del
empeño de algunas prendas, se lo roban a hija y madre mientras ven aparadores
para la compra del ajuar de la quinceañera. Por su lado, el padre de Leonor
roba los cinco mil pesos faltantes para el pago del salón ante la negativa del
banco para anticiparle su gratificación anual y la policía llega a detenerlo
luego de la misa de su hija. Beatriz se entera del engaño de sus padres, se
encierra en su cuarto y hasta decide tirarse por una ventana, algo que no
ocurre porque en ese momento su padre ha vuelto, al comprender que su amante simplemente
estaba interesada en su dinero.
Finalmente, las tres chicas tienen
su fiesta: Beatriz con su padre vuelto al hogar. Leonor con sus padres porque
Pancho pagó, con sus ahorros, el dinero robado que le dio la libertad al ladrón
por necesidad. María Antonia recibe el regalo de sus vecinos y amigos al llegar
a su casa y encontrar un festejo donde hay comida, marimba, el vestido que le
ha regalado Beatriz, así como Sergio quien arriba para bailar con ella. Las
últimas secuencias son de las tres bailando el vals Emperador de Strauss,
tradicional para estas fiestas, en su tiempo (y que según se cuenta, fue
introducido en los tiempos de Maximiliano y Carlota).
Luego de esta larga descripción
argumental, uno puede notar los elementos sentimentales de la trama, propios de
folletín, de radionovela, que encuentran eco en el espectador. El chantaje
emocional se antepone desde el momento en que nos enteramos de las
tribulaciones que esperan a las protagonistas, aunque ellas no las conozcan todavía.
Un guion bien elaborado a partir de un plan argumental que consideró todas las variables
necesarias para hipnotizar a su público, no especializado, no fanático, no discriminador:
simplemente el que deseaba verse transportado a una realidad ficticia que, sin
embargo, estaba cercana a la suya propia: una tradición, la falta de dinero, los
ricos inconsecuentes, la madre altanera, el joven admirable. La base del
melodrama puro y original, alejado de ese “museo de los horrores” expresado
como pose intelectual y rebelde.
Hay un trío de secuencias oníricas
donde las muchachas sueñan con la fiesta que tendrán: Beatriz es muy formal,
bailando perfectamente con su padre para luego pasar a los brazos de Federico.
Leonor, por su parte, coqueta al fin y al cabo, sueña que hay varios
chambelanes para luego terminar con Pancho. María Antonia se imagina sola, con
su vestido cotidiano, escuchando el vals: de pronto aparece Sergio, ella sonríe
y por arte de magia porta el vestido de gala e inician el baile; en una vuelta
de la danza, el joven desaparece y ella retorna a la soledad inicial con su
vestido discreto.
Algo que debe destacarse y admirarse
son las frases intercaladas en los diálogos: la madre de María Antonia, ante la
queja de la muchacha le expresa: Perdónanos
por ser tan pobres, hija. La tía solterona de Leonor le confiesa a ésta
cuando dice que ha cortado con su novio: Yo
también como tú, tuve un Pancho, lo rechacé por consejo de ella, mi madre me
cuidó de todo mal, pero de todo bien, también… María Antonia, decepcionada
ante el robo a su madre, le dice a Sergio, su rico pretendiente: No hay nada bueno en la vida y hoy la vida
me lo acaba de demostrar. Adriana, la amante del padre de Beatriz es clara
con sus intenciones cuando comenta con una amiga: Para mujeres como tú y yo, el amor no existe, sólo el negocio y no hay
mejor negocio que el matrimonio, acompañado del divorcio, naturalmente. La madre
de Beatriz le responde al marido quien piensa cubrir su ausencia con regalos: Todo pretendes arreglarlo con tu dinero ¿no
te das cuenta que precisamente es lo que nos ha separado?
Al haber sido filmada en algunas
locaciones, se tienen imágenes de un Distrito Federal menos congestionado, con
la expansión natural que devino en el monstruo que ahora se padece. María
Antonia vive en la Unidad Habitacional Santa Fe que en 1952 fue iniciada con la
idea de tornarse en una ciudad aledaña al centro citadino, alentada por el IMSS.
No se especifica dónde vive Beatriz pero puede pensarse que sea por el Pedregal
o San Jerónimo, espacios residenciales por esos tiempos. Hay unas imágenes por
donde camina Maricruz Olivier al salir de casa de Leonor que debe ser alguna de
las colonias clasemedieras de entonces como la Narvarte, Del Valle o Nápoles.
Luego está el Restaurante Chantilly, que debió estar por el centro. Al inicio,
aparece el anuncio de Princeton Institute como el colegio donde estudiaron las
muchachas. No se identifica el banco donde trabaja el padre de Leonor pero
muestran las características de otros tiempos cuando no eran necesarias las
grandes vidrieras de protección y todo se realizaba a través de gigantescas máquinas calculadoras. Igualmente, hay una secuencia filmada en el Lago de
Chapultepec. Esto forma parte del valor documental de la película.
Vista ahora a sesenta años de su
filmación con la perspectiva del tiempo y con la variación del espacio en que
se encontraba confinada la película, se nota que el interés no disminuye: la
atracción sensiblera del melodrama permanece y se puede sufrir o reír con los personajes.
Aunque la tradición del quince años persiste (y hasta da lugar a exposiciones espectaculares promoviendo ventas), ya no es tan rígida ni obligatoria como en otros años: se han
permutado viajes o regalos en lugar de la realización de fiesta.
Alfredo B. Crevenna, el director de Quinceañera, seguiría adelante con estos
melodramas familiares, basándose en telenovelas o explotando las fórmulas
exitosas. Por tal motivo, en 1959 filmaría Gutierritos,
Chicas casaderas y Senda prohibida. Al
año siguiente, la esplendorosa Teresa
y Azahares rojos, película denostada
por su actor estelar Francisco Rabal. En 1961, aunque situada en tiempos de
hacendados feudales, el melodrama Sol en
llamas. Volvería de lleno al género con otra joya que puede equipararse en
intención de moralidad con la cinta que estamos tratando y que marcaría, por
desgracia, su decadencia en cuanto al dominio técnico, limpio y cuidadoso de su
narración fílmica: Los novios de mis
hijas (1964).
El tema se trató en otras películas: José Estrada, al narrar
las tribulaciones del mesero Hermodio (Héctor Suárez) en Para servir a usted (1970), lo mostraba dando un servicio en un
quince años. El mismo realizador mostró otra fiesta de quinceañera en un
edificio de departamentos en la extraordinaria La pachanga (1981) donde la alternaba con un velorio. Curiosamente,
un año después de la filmación de Quinceañera
se realizó la coproducción entre Cuba y México, Cuba baila (Julio García Espinosa, 1959), filmada un año después de
Quinceañera donde una madre quería
celebrar los quince años de su hija ante la imposibilidad económica de su
marido, empleado público: fue la primera cinta luego de la revolución castrista
que quiso criticar los anhelos de la pequeña burguesía, donde la madre no queda
conforme a pesar de los sacrificios realizados. Esta trama recuerda a los
hechos que ocurrían al personaje de Leonor en la película que he comentado.
Ningún crítico chistó ni se molestó, quizás porque era una visión “revolucionaria”.
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